El asesinato de George Floyd ha conmocionado al mundo entero y las protestas no se hicieron esperar. Durante los últimos días las calles de varias ciudades de Estados Unidos y otras tantas del mundo han dejado de manifiesto el enorme hartazgo ante el racismo y el abuso policial. Es claro que no se trata de un caso aislado, al contrario, resulta sorprendente e indignante encontrar una larga lista de nombres -como el de Ahmaud Arbery y Breonna Taylor este mismo año-, al que hace dos semanas se unió Floyd. Sin duda, los casos que salen a la luz son realmente pocos y es importante reconocer la doble brutalidad que se genera al combinar el abuso policial con el racismo.
El grupo de investigación Mapping Police Violence calculó un total de 7,666 asesinatos por la policía entre 2013 y 2019 y además identificó que en esta cifra se encuentran 2.5 veces más casos de afroamericanos que de blancos, a pesar de que los primeros conforman solo alrededor del 13 % de la población estadounidense. Esta es una de las tantas formas en que el racismo sistémico se manifiesta y es fundamental comprender la magnitud del problema para conocer y hacer lo que a cada uno corresponde.
Para intentar explicar el racismo sistémico podríamos remontarnos incluso hasta la época colonial cuyos estragos se mantienen a la fecha a través del subdesarrollo del continente africano por el saqueo de recursos y la imposición de dinámicas sociales, culturales, económicas y políticas que eran incompatibles con las sociedades africanas de aquel entonces; una delimitación de fronteras arbitraria en el continente; y la diáspora generada a partir de la migración forzada y el comercio de esclavos.
Millones de africanos fueron llevados al continente americano y un porcentaje de ellos a Estados Unidos. Sobra explicar la deshumanización de los africanos que la esclavitud significó, pero es importante comprender las implicaciones que tuvo. Aún después de la abolición de la esclavitud en 1863, la segregación racial continuó limitando los derechos civiles de los afrodescendientes. Las leyes de Jim Crow respaldaban la segregación en todas las instalaciones públicas, promoviendo el lema “separados pero iguales”. Mientras tanto, el gobierno estadounidense se encargó de identificar en los mapas de las ciudades distintas zonas como deseables o indeseables para la inversión. Los vecindarios afroamericanos quedaron marcados como zonas “indeseables” y ello impidió el acceso a inversión pública y privada para ellos, por lo que sus vecindarios, escuelas, parques y cualquier servicio público era de menor calidad. Además, estos mapas fueron utilizados por compañías de seguro y bancos, y se convirtieron en una herramienta para negarles préstamos, créditos hipotecarios y algunos otros servicios, limitando por décadas su progreso y movilidad social.
Otra parte indispensable es el sesgo implícito de la población, es decir, la asociación de estereotipos hacia una persona que repercute en las actitudes hacia ellos. Esta parte es fundamental y corresponde a cada persona pasar por un complejo proceso de deconstrucción. El primer paso es identificar todos los prejuicios y estereotipos que se asocian a una persona por su color de piel, comprender que es parte del problema y perpetúa la discriminación, impidiendo que vivan en igualdad de condiciones y oportunidades.
Existe una desventaja y una deuda histórica con los afroamericanos que no puede ser resuelta de la noche a la mañana. Para resolverlo es necesario no solo que se “otorguen” derechos iguales, sino que se garanticen, pues en la actualidad no logran ejercer por completo su ciudadanía. Es necesario también que se creen espacios de verdadera inclusión y que el cambio se dé en todas las dimensiones de la vida pública y privada. El caso de George Floyd vino a recordarnos una realidad que de pronto pasamos por alto: el racismo en Estados Unidos persiste, limita el progreso de millones de afroamericanos y arrebata vidas.
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