/ viernes 20 de septiembre de 2024

Recordando el “autorretrato” de Rosario Castellanos

Rosario Castellanos explora su yo interior a través de un poema sencillo, sincero y sobre todo universal.

La poeta se posiciona quizá sin quererlo, como la voz unánime de la mujer que llora y se esconde detrás del maquillaje.

No es de sorprenderse, que su poesía está dotada de un sentimiento de dolor disfrazado, a ratos, con la fina ironía envuelta en versos directos, no es de sorprenderse, si nos remitirnos a su vida de amores tortuosos e imposibles y al matrimonio que nunca le resultó del todo satisfactorio.

Varias son las poesías, en las que se demuestra su peculiar desencanto por la vida, sin llegar al melodrama y su dolor sin llegar a la tragedia.

En “Autorretrato” se puede percibir sin problemas, la posición que la autora tiene frente a situaciones específicas y comunes en la existencia, concretamente, en las vicisitudes de ella misma como mujer, madre, profesionista y persona.

Y en el poema describe:

“Yo soy una señora: tratamiento arduo de conseguir, en mi caso, y más útil para alternar con los demás que un título extendido a mi nombre en cualquier academia.

Así, pues, luzco mi trofeo y repito: yo soy una señora. Gorda o flaca según las posiciones de los astros, los ciclos glandulares y otros fenómenos que no comprendo.

Rubia, si elijo una peluca rubia. O morena, según la alternativa. (En realidad, mi pelo encanece, encanece.)

Soy más o menos fea. Eso depende mucho de la mano que aplica el maquillaje.

Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo —aunque no tanto como dice Weininger que cambia la apariencia del genio—.

Soy mediocre. Lo cual, por una parte, me exime de enemigos y, por la otra, me da la devoción de algún admirador y la amistad de esos hombres que hablan por teléfono y envían largas cartas de felicitación. Que beben lentamente whisky sobre las rocas y charlan de política y de literatura.

Amigas… hmmm… a veces, raras veces y en muy pequeñas dosis.

En general, rehúyo los espejos. Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal y que hago el ridículo cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño que un día se erigirá en juez inapelable y que acaso, además, ejerza de verdugo. Mientras tanto lo amo.

Escribo. Este poema. Y otros. Y otros… Hablo desde una cátedra. Colaboro en revistas de mi especialidad y un día a la semana, publico en un periódico. Vivo enfrente del Bosque. Pero casi nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca atravieso la calle que me separa de él y paseo y respiro y acaricio la corteza rugosa de los árboles. Sé que es obligatorio escuchar música, pero la eludo con frecuencia. Sé que es bueno ver pintura, pero no voy jamás a las exposiciones ni al estreno teatral ni al cine-club.

Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo y, si apago la luz, pensando un rato en musarañas y otros menesteres. Sufro más bien por hábito, por herencia, por no diferenciarme más de mis congéneres que por causas concretas.

Sería feliz si yo supiera cómo. Es decir, si me hubieran enseñado los gestos, los parlamentos, las decoraciones. En cambio, me enseñaron a llorar. Pero el llanto es en mí un mecanismo descompuesto y no lloro en la cámara mortuoria ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.

Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo el último recibo del impuesto predial”.

La autora emplea las descripciones en este poema, para descubrirse así misma y enfrentarse como mujer. Acepta encargarse de ocupaciones domésticas y tareas cotidianas, por un mandato de género más que por gusto; la autora expuso el placer que encontraba en la lectura y la docencia en más de una ocasión, pero describió los quehaceres de la casa como obligaciones incómodas, impuestas.

La palabra es el medio que le permite ser en todo momento, a pesar de las convenciones sociales, el llanto que se le acumula y las terribles verdades que poco a poco se van cerniendo sobre su cabeza: que habrá de envejecer, que no es bonita, que al coquetear se ve ridícula, que su hijo se convertirá en juez de su vida.

Rosario Castellanos falleció el 9 de agosto de 1974 en Tel Aviv, Israel. Aquella mujer ingenua, limpia, sencilla, fue víctima de todo el mundo. No pudieron salvarla sus grandes cualidades: su inteligencia, o su infinito sentido del humor. Sin embargo, sólo la palabra le dio la gran oportunidad de reflexionar sobre sí misma, pero también dar a conocer, la condición de miseria en la que se encontraban muchos mexicanos.

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